martes, 9 de diciembre de 2008

Es el blason de mi dulce colegio...

...(puedes terminar la frase?)

Cerrando los ojos y los oídos a la contaminación sensorial, yo puedo terminar la frase y el resto del himno oyendo una serena e imponente voz haciendo eco en las bóvedas triangulares de la capilla; sintiendo la brisa colarse por las rendijas de esos muros de abstracto diseño.

De los doce años que pase jodiendo, neceando, haciendo daños y a ratos estudiando en La Enseñanza de Barranquilla, el recuerdo que acude veloz a mi es siempre el de esta melodía en una mañana soñolienta de un día cualquiera, y a partir de ahí una cascada de momentos de mi segundo hogar, siempre acompañados de esa voz que canta el himno. Antes de que se acabe la canción puedo cruzar la puerta doble de madera y hacer zigzag por las baldosas blancas sin pisar los bordes del corredor, saltarme los escalones de preescolar y escurrirme por el bordillo al espacio abierto de las canchas. Puedo darle la vuelta al kiosco, ir a la tienda, untarme los dedos de la cal con la que pintaron las paredillas ese año, espantar un par de iguanas desprevenidas y dejar que el aroma a oxido de los columpios del parque me guie hasta el origen del bullicio del recreo. Hasta que suena una campanita melosa que me hace correr hacia el edificio otra vez, saltando de dos en dos los escalones hacia el segundo piso y de uno en uno los de la escalera del baño de primaria (porque hay un escalón más alto que los otros) y otra vez a las baldosas bicolor, pero lo suficientemente grandes para inventarse una “peregrina” de un extremo a otro, bajar saltando al corredor de primaria, quitarme los zapatos negros y patinar en medias sin freno hasta el baño del segundo piso, entrar de puntillas hasta la última puertecita y salir disparada para que no me coja la monja sin cabeza que vive ahí.

De ese segundo piso, el lugar que mas curiosidad me causa es la primera puerta a la izquierda del auditorio…la que queda junto a una cartelera llena fotos que nos tomaron en primero de primaria. Creo que nunca he visto esa puerta cerrada, para qué? Si no se necesita invitación para entrar. Entre los estantes llenos de libros, piedras y recuerdos de diferentes lugares, marcados cuidadosamente con una caligrafía perfecta pero ya en desuso, hay montones de materiales didácticos hechos a mano, por unas manos pequeñitas y apergaminadas, tibias y reconfortantes que siempre sostienen algo, un cuaderno, un lápiz, la mano de una niña con una rodilla sangrante…mirarme las rodillas es mirar el mapa del patio de mi colegio, cada cicatriz es de un lugar diferente, pero sin importar donde, las primeras lagrimas no llegaban a mojar el uniforme sin encontrar esas mismas manos consolándome, y la voz del himno recordándome con preocupación que debo ser más cuidadosa y brindándome un pañuelo. Esa misma voz que sin importar lo descabellada de la travesura no perdía la serenidad, la que nunca dejo entrever lo que la entristecía o perturbaba, porque las niñas eran su prioridad, la que sabía mucho más que nuestros nombres y como contactar a nuestros papas en caso de necesidad, la que nos conocía por lo que algún día íbamos a llegar a ser, mas alla de las pataletas, el desorden, las haladas de pelo y las epidemias de piojos. Esa voz nunca desfalleció, nunca se dio por vencida ni abandono aun en los momentos más amargos, siguió con su andar apresurado de extremo a extremo del colegio, por las mañanas rodeada de miles de cabecitas que no la alcanzaban, por las tardes, acompañada solo por la brisa que se dobla en la esquina de la biblioteca. Cada año sigue diciendo adiós a las que ya le superan en estatura, y sigue recibiendo en la salita de al lado de la entrada principal, a los padres de las que todavía no se saben subir la corredera del uniforme.

Pasaran décadas, el tiempo me robara los detalles de esos cinco años de madrugadas y brilladas de zapatos negros que no estaban hechos para correr. Olvidare fechas, lugares, rostros, nombres, pero las cicatrices de las rodillas siguen ahí, junto a la voz del himno, que me recibe con un abrazo que borra veintitantos años de ausencia, pronuncia mi nombre y me pregunta por mi mama (y se acuerda a que se dedica) me encuentra hermosa en mi excentricidad y se siente orgullosa de mi, simplemente por haber logrado ser yo. Ella es la flor del escudo, la luz de la que hablan los versos del himno y la razón por la cual hasta las más rebeldes ex alumnas regresan a navegar el laberinto de salones y escaleras para encontrarla (aunque últimamente basta con llamarla al celular). El eco de sus pasos llena de vida cada rincón y su sonrisa reparte la luz por el salón de los cristales y los vitrales de la capilla.

Un personaje de película dijo: “una es mas autentica, cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí misma”. Gracias por creer en ese sueño, el mío y el de las que la llamamos “madre”, no por habernos llevado nueve meses en su vientre, sino por llevarnos tantos años en su corazón.

3 comentarios:

  1. Muy buen texto Anita. Enmi experiencia, la lectura de tu blog me evoca los días y jornadas como maestro de colegio, como acompañante de tantos mundos en cada joven.

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  2. Errrrrrrda Anita
    Que hermoso pasaje!
    Todos, de alguna u otra forma tenemos esa maestra, esa profe, esa señorita, esa teacher que nunca olvidaremos.

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  3. yo estudie en "la Enseñanza" también,,,,, leía y me iba a mis años colegio....es cierto olvidaremos cosas....pero nunca a "la madre olguita"......creo que en parte a ella te refieres....encintre esto por accidente y ne encantó!!!!!!!!!!!!!!

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